domingo, 10 de octubre de 2010

I love(d) mi bike

Me gustaba mi bici. Me la regalaron mis padres al acabar 1º de carrera (en mi casa se sigue estilando aquello del “regalo por las notas”, como cuando éramos pequeñas). Llevaba un tiempo queriendo una bici de paseo, y me encapriché de esta en concreto cuando se la vi a una amiga. Era rosa.

Durante mucho tiempo, casi dos años, no la usé para nada. Tuve pequeños arranques, coqueteos, pero acababan mal... o rueda pinchada o caída o “me he comido todas las farolas posibles”. Sí, soy torpe.

Pero fui cogiéndole el gustillo. Comencé a verla como una alternativa al bus, y empecé a moverme con ella de verdad. En cuarto de carrera empecé a ir todos los días a la universidad en bici + metro. Era mucho más rápido y me encantaba salir tempranito de casa y cogerla, con el fresquito de la mañana en el pelo.

Se fue convirtiendo en un vicio. Para salir de noche me parecía la opción perfecta. También iba de compras con ella (las bolsas en el manillar), y alguna visita al Mercadona he hecho con ella (la compra en la cesta delantera a punto de rebosar). Le pillé el tranquillo a pedalear con tacones y cuñas e, increíblemente, me acabó pareciendo más cómodo que hacerlo plana.


Cuando fui a Florencia me traje una pegatina roja de la flor de lis (símbolo de la ciudad) para pegarla en el cuadro. Rosa y rojo, puñetazo en el ojo. Pues no. Me encantaba como quedaba. Después encontré aquel timbre tan repipi, “I love mi bike”. Pero es que en ese período la amaba de verdad.

La cesta se empezó a cansar de cargar diariamente con mis bolsos, la mayoría de los días grandes y pesados. Libros de la biblioteca, bolsas, chaquetas... hicieron que los tornillos cedieran, y la cesta traqueteaba desde hacía tiempo. “A ver cuando aprieto la cesta...”.

Los frenos también pedían a gritos que los revisara. Paulatinamente fueron dejando de hacer su trabajo. Uno de ellos de jubiló al 100%, y el otro había que apretarlo hasta el fondo para que hiciera un mínimo efecto. Un día le dejé la bici a un amigo para dar una vuelta y estuvo a punto de matarse porque yo no caí en avisarle de este pequeño detalle...

“Tengo que encontrar tiempo para arreglar los frenos”...

Y las ruedas. Las ruedas me traían de cabeza. Se me pinchaban cada dos por tres. Es sorprendente que hasta septiembre de este año no aprendiera a cambiar la cámara yo sola, pero siempre había contado con ayuda y me había apoltronado un poco. Hasta este verano, que dije: “se acabó, esta vez cambio yo las ruedas”.

Sí, este verano. El mismo verano de los picnics (poco presupuesto y un poco de imaginación fueron los detonantes), que montábamos en cualquier sitio donde pudiéramos llegar en bici. La suya negra, preciosa, y la mía rosa. Hacían buena pareja y todo, leñe. Tiradas en la hierba como nosotros, esperando al sol.

Cuando este verano veía que se iba acercando el momento de irme a Italia, pensé que la iba a echar de menos. Me había acostumbrado a ella para todo. Así que mis últimos días en Sevilla la estuve exprimiendo al máximo.

Dos días antes de irme, fui a casa de mi abuela, en los Remedios, con mi bici. Parece el cuento de Caperucita... lo malo es que me topé con el lobo. Cuando, ya por la tarde y en la Buhaira, salí de una heladería donde había estado con mis niños de catequesis, no pude creer lo que veía. O lo que no veía. No veía mi bici donde la había dejado amarrada. Veía mi pitón en el suelo, rota. Me fui acercando sin poder o sin querer darme cuenta de lo que pasaba. La pitón masacrada parecía un cuerpo inerte de algo que en algún momento tuvo vida. Lo más surrealista es que, junto al cadáver de la pitón, había una bici que no era la mía. Y estaba sin amarrar. En fin...

Alguien se había llevado mi bici. Alguien, a plena luz del día, en plena avenida de la Buhaira en Sevilla, se había llevado una bici. Una bici rosa, cursi como ella sola, con las ruedas un poco desinfladas, los frenos flojísimos, y la cesta y el trasportín bailarines a más no poder.

No era muy cara, claro que no. En X sitio las tienen ahora a Y euros, claro que sí. Pero esa no será mi bici.

A veces concedemos a los objetos una plusvalía, un valor por encima de su coste original y material. La plusvalía que tenía esta bici era que yo había cambiado mucho sobre esas dos ruedas. Los últimos años, que coinciden con la época en que la empecé a usar con asiduidad, han sido importantes y hermosos para mí. Años de crecimiento, de maduración. Sobre esa bici he pensado mucho. He cantado y hasta creo haber llorado.

Así que no solo me han robado una bici rosa y cursi, que traqueteaba y no frenaba... también me han robado eso. Y ha tenido que suceder para, finalmente, darme cuenta de por qué me gustaba mi bici.