No es ningún secreto que aquí, en Italia, estoy contentísima. Me va bastante bien. Que tengo amigos, que me lo paso bien, que salgo de fiesta. Pero cuando de repente haces una ventanita en tu rutina para asomarte a lo que era tu vida de antes, entonces es cuando te das cuenta de lo que echabas de menos todo eso.
Los amigos de los viernes. Impertérritos, como una certeza absoluta, y esperando con los brazos abiertos.
Los 20 grados de Sevilla y ese cielo que parece no haber visto nunca una nube.
Las risas y los chistes de los primos, el abrazo tan puro que te dan.
El zumo de melocotón al sol con “ellas”, saber que por mucho tiempo que pase, podemos ponernos al día en un rato.
El olor de la camisa de “él”, que me transporta a otros días, a otros abrazos.
Las comidas con mi familia, las de un día cualquiera, las de un día especial. Da igual, en todas acabamos riéndonos.
Mis “niños” de Confirmación, que ya no son tan niños, y que han dado ese paso tan importante convencidos e ilusionados.
Demasiadas alegrías en tan poco tiempo; aún las estoy digiriendo.
Pensé que después de un fin de semana así, me resultaría difícil volver a “casa”. Pero me recibieron con pasta al ragú, una tarta de coco y abrazos. Así que creo que he llegado a un equilibrio perfecto en el que me siento querida a la ida y a la vuelta (dos conceptos que empiezo a confundir...).
La conclusión es que tengo las pilas cargadísimas y muchas, muchas razones para decir
GRACIAS.
A todos.